Alucinante viaje biológico para comprobar que el color no existe (y II)

Alucinante viaje biológico para comprobar que el color no existe (y II)
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Después de que suceda todo lo que describí en la anterior entrega de esta serie de artículos sobre cómo percibimos los colores, en cuestión de milisegundos, la información visual, ahora codificada en función de los colores, se extiende a diferentes partes del cerebro.

La manera en que nuestro cerebro responda a esta información depende de la entrada de otros tipos de información y de las memorias que levante.

Sigue Edward O. Wilson:

Las pautas invocadas por muchas de tales combinaciones, por ejemplo, pueden hacer que la persona piense palabras que se refieran a dichas pautas, como: “Ésta es la bandera norteamericana; sus colores son rojo, blanco y azul”. Tenga presente el lector la siguiente comparación cuando considere la aparente obviedad de la naturaleza humana: un insecto que estuviera volando junto a nosotros percibiría diferentes longitudes de onda, y las descompondría en diferentes colores o en ninguno en absoluto, dependiendo de su especie, y si de algún modo pudiera hablar, sus palabras serían difícilmente traducibles a las nuestras. Su bandera sería muy distinta a la nuestra, gracias a su naturaleza insectil, por contraposición a nuestra naturaleza humana.

La química de los tres pigmentos de los conos (los aminoácidos de que están compuestos y las formas que adoptan sus cadenas al replegarse) es conocida. Lo mismo ocurre con la química del ADN en los genes del cromosoma X que los prescribe, así como la química de las mutaciones en los genes que causan ceguera para los colores.

Así pues, mediante procesos moleculares heredados, el sistema sensorial humano y el cerebro descomponen las longitudes de onda en unidades. Una disposición impuesta por la genética, y que por tanto no puede cambiarse por aprendizaje o imposición cultural.

La creación de vocabularios del color en todo el mundo está sesgada por esta misma limitación biológica. En un famoso experimento llevado a cabo en la década de 1960 en la Universidad de California en Berkeley, Brent Berlin y Paul Kay comprobaron la limitación en hablantes nativos de 20 lenguajes, entre los que se contaban el árabe, búlgaro, cantonés, catalán, hebreo, ibibio, thai, tzeltal y urdu.

Se pidió a los voluntarios que describieran su vocabulario de una manera discreta y precisa. Se les mostró una serie de Munsell, un conjunto de placas que varían a lo largo del espectro de color de izquierda a derecha, y en intensidad luminosa desde la parte inferior a la superior, y se les pidió que colocaran cada uno de los principales términos de color en su idioma en placas que se acercaran al significado de las palabras.

Aunque los términos varían de forma asombrosa de un lenguaje a otro por su origen y sonido, los hablantes los colocaron sobre la serie en grupos que correspondían, al menos de manera aproximada, a los colores principales, azul, verde, amarillo y rojo.

Ofrecida la base genética de la visión de los colores y su efecto general sobre vocabulario del color, ¿cuán grande ha sido la dispersión de los vocabularios entre las diferentes culturas? Pues depende. Pero la expansión no ha sido de ninguna manera aleatoria.

Podéis leer más sobre ello en el artículo Las formas que tiene el lenguaje de referirse a los colores que escribí para Papel en Blanco.

Vía | Cómo funciona la mente de Steven Pinker / Las gafas de Platón de Sergio Parra / Consilience de Edward O. Wilson

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